La primera cosa en que me fijé cuando bajé del avión fue la humedad. La segunda cosa: el aeropuerto. El Aeropuerto Internacional de Cibao en Santiago de los Cabelleros, a donde habíamos llegado, tenía un ambiente muy distinto al de JFK en Nueva York, donde había empezado nuestro viaje. No estaba iluminado muy bien, y había muy pocas personas.
Yo estaba agotada porque mi padre y yo habíamos tomado un vuelo nocturno, pero mi entusiasmo me mantenía despierta. Estaba emocionada y nerviosa, dado que muy pronto empezaría a trabajar de intérprete con Ministerio Médico Internacional, una organización que provee ayuda médica y espiritual por todas partes del mundo.
Una señora llamada Wendy nos recogió del aeropuerto y nos llevó a la aldea. Durante este viaje, que duró dos horas, conocí por primera vez el paisaje de La República Dominicana, un mar de verde por los árboles incontables. También noté que todo el mundo manejaba una motocicleta y que no había ningún letrero que indicara la velocidad máxima.
“Todo el mundo maneja así. Es normal,” explicó Wendy cuando vio que tenía miedo de lo rápido que conducían todos.
Por fin llegamos al campamento: San José de las Matas, población 109,071. Anochecía y estaba lloviendo. Nos encontramos con los miembros del equipo: doce doctores, veinte ayudantes, unos estudiantes médicos, y tres intérpretes. Había dos equipos: un grupo para el hospital, otro para la clínica. Fui asignada a la clínica porque había un doctor allí que no sabía español. Él era cardiólogo. Trabajé con él todos los días durante esa semana. Le enseñé español, y él me enseñó unos términos médicos, que después traduje al español.
Cada día, íbamos a un pueblo diferente. No recuerdo los nombres de los pueblos porque algunos eran tan pequeños que no aparecían en el mapa. Cuando llegábamos, armábamos el equipamiento médico y asignábamos aulas: uno para el dentista, uno para medicina general, y uno para la clase de salud. Trabajábamos desde las ocho y media de la mañana hasta las tres de la tarde, con media hora para el almuerzo. Cuando un paciente llegaba, nuestro equipo tomaba su información básica como su nombre, su edad, su presión arterial, y su historia médica. Luego yo le preguntaba su razón por venir, y el doctor hacía una receta si era necesario. Por último, el paciente iba a la farmacia y recogía sus medicamentos. Siempre estábamos muy cansados al final del día, pero el trabajo era muy gratificante.
Por lo general trabajábamos en una escuela o una iglesia. Pero el tercer día estaba programado que fuéramos a un centro comunitario, pero cuando llegamos, nos dimos cuenta de que el edificio ya no existía. No era nada más que escombros. ¡Había sido destruido por alguna razón pero nadie nos lo había comunicado! Por eso, tuvimos que ir a una escuela cercana y trabajar allí.
Encontré el trabajo súper emocionante porque tuve la oportunidad de practicar tres idiomas: hablaba con los pacientes en español, se lo traducía al doctor al inglés, y se lo explicaba a mi padre en coreano.
Por otro lado hubo mucho a que me tuve que acostumbrar. Cada día, se nos agotaba el agua, sobre todo cuando nos estábamos duchándo. Sólo había agua fría. Había insectos el tamaño de la mano. Y por supuesto, no había Internet. Me di cuenta de que hay muchas cosas que yo doy por hecho en mi vida, pues estas condiciones son muy distintas a las de mi vida en San José de California. Participé en el programa queriendo practicar mi español, pero mi experiencia resultó ser mucho más que lingüística. En realidad fue una lección sobre la vida.